Moholland Drive
O De espectadores
anonadados ante una realidad engañosa
“¡No
hay banda!”, gritaba aquel maestro de ceremonias en Moholland Drive para convencernos de que detrás de una cantante que
nos conmueve no hay realmente nada. La mujer que canta y que con su canción
logra emocionar a las protagonistas se desmaya a mitad canción y sin embargo la
música y la voz continúan. Detrás de
la cantante se encontraba, pues, lo que sostenía el simulacro, un simulacro del
que ella era partícipe. Un play back
que no hacía otra cosa que sustituir a una Realidad desprestigiada por su
obsolescencia anunciada (ahora que todo es virtual). Pero ¡no hay banda! no significa que no haya realmente NADA, sino
simplemente que es la banda lo que falta (en la experiencia del espectáculo).
En
cualquier caso, es cierto, sin banda se desmorona la posibilidad razonable del
sentimiento profundo. Como queda demostrado ante la perplejidad de las
protagonistas, que no saben qué sentir una vez se descubre la trampa… el
engaño, el fraude. Era la experiencia de una realidad verdadera (una cantante
ante el micrófono) lo que unía en el sentimiento a las protagonistas; no la
experiencia de una realidad verosímil (play
back), sino la experiencia supuestamente real del directo. Lo que queda una
vez desvelada la farsa es, precisamente, un vacío que pone en cuestión la
propia experiencia. Justo antes del desvelamiento de la farsa las emociones
experimentadas por las protagonistas tenían incluso una lógica. Estaban
emocionadas ante la sentida interpretación de la cantante. Pero como sabemos no
era la mujer quien cantaba con ese sentimiento que provocaba la emoción de las
protagonistas, era simplemente una banda
sonora. Una banda sonora que
sustituía a la banda… que no había.
Ante
el shock que supone el desvelamiento
de la verdad que les niega la autenticidad (lógica)
del sentimiento, ¿qué hacer?, ¿cómo responder ante la extraña nada que les
queda?, ¿cómo reaccionar después de conocer la falsedad de la causa que ha
provocado sus emociones? Esa es la cuestión: qué hacer. ¿Puede sostenerse el
sentimiento profundo? O mejor, ¿puede ser profundo el sentimiento una vez
descubierta la falsedad de lo que lo ha provocado? O yendo más lejos aún,
¿puede haber ya distinción entre causas nobles y causas subsidiarias cuando
hablamos de sentimientos provocados por esas causas? ¿Son las subsidiarias
menos legítimas? Suponiendo que no se trate de una cuestión de legitimidad,
¿podrían denominarse y entenderse como emociones de segundo grado aquellas que
provinieran de cierta virtualidad (simulacro)? ¿Acaso no existe un componente
frustrante en despertar de un sueño en el que estábamos viviendo una
experiencia ideal?
Si la
cantante se desmaya carece de sentido seguir viendo (nada) y escuchando (la banda sonora), pues era la asociación de
Realidad y Verdad lo que provocaba el sentimiento profundo. Nada hay que sentir
cuando el efecto en ellas producido YA NO se corresponde con una causa
coherente; nada es lo que puede sustentar ya el sentimiento profundo –por ellas
expresado-, pues fue provocado por un simulacro, un engaño. Un engaño, pues,
que no lo es tanto debido a la causa en sí misma –el play back- como la
desconexión entre ella y su efecto. Es decir, lo que convierte el desconcierto
en engaño no se sitúa tanto en el descubrir la falsedad de la causa cuanto en hacer emerger la duda respecto a
las emociones devenidas de esa falsedad.
“¡No
hay banda!”, como enérgica interjección: con el cierto enfado necesario que
constata aquello que todo el mundo debería saber: que no hay banda. “¡No hay
banda!”, les dice a los espectadores el maestro de ceremonias con un tono de
advertencia, pero también amonestador y recriminatorio. Así, la interjección
preventiva se convierte en una riña imperativa dirigida a los incautos (que confunden
la realidad con el sueño) y a los prepotentes (que aseguran que la realidad es
sólo un constructo lingüístico y cultural).
En efecto: a los incautos les dice (enfadado) que “¡no hay
banda!”, y que ciertamente la realidad les engaña con sus trucos, esos trucos
que inducen a la debilidad y a la confusión desestabilizadora Y el maestro de
ceremonias lleva razón al enfadarse con los incautos, pues la confusión que
produce la indiferenciación de realidades
(verdadera/virtual) es la que lleva a la protagonista al desastre total. Y a
los prepotentes les dice (en tono recriminatorio) que “¡no hay banda!”, esto
es, que lo que NO hay es, sólo, una banda, aunque sí una mujer, un escenario,
un micro y la música. Así, el maestro de ceremonias lleva razón en mostrarse
categórico y enfadado en su aserto, pues el hecho de señalar el simulacro no
elimina la realidad misma, la que además acaba siempre por imponerse a
cualquier ilusión. La realidad podría ser, en efecto, el producto de un
constructo lingüístico, pero si no mides bien las distancias puedes abrirte la
cabeza con una cornisa o con un saliente.
¿Qué
hacer, entonces? De hecho, la emergencia de lo real –en este caso el shock
imprevisible producido por la desconexión entre causa y efecto- cortocircuita
el estado emocional de las protagonistas y aboca a una de ellas al suicidio. Me
preguntaba más arriba ¿podrían denominarse y entenderse como emociones de
segundo grado aquellas que provinieran de cierta virtualidad (simulacro)?
¿Acaso no existe un componente frustrante en despertar de un sueño en el que
estábamos viviendo una experiencia Ideal? ¿No es la frustración un estado vital
inconveniente?
WHIPLASH
El éxito de una película depende muchas
veces del boca a boca. Pero sabemos que el éxito no siempre va parejo con la
calidad. Grave discusión sería ahora la que dirimiera acerca de la calidad en
el cine. No es el momento ni el lugar. Sabemos, eso sí, que en el juicio
estético emitido sobre el producto cinematográfico se encuentra bastante
consensuado. Más allá de las tendencias hacia la que nos dirigen nuestros
inevitables gustos personales sabemos que existe un criterio relativamente
universal por el que somos capaces de señalar el buen cine, ya sea comercial o
de autor, blockbuster o independiente. O por plantearlo de otra forma: si
preguntáramos a 100 profesionales del análisis cinematográfico seguro que
habría entre ellos muchos más puntos en común que discrepancias. Y las
discrepancias responderían, exclusivamente, a causas difícilmente comunicables
por estar vinculadas a lo extremadamente individual. O sea, que hay un cierto
consenso entre los que entienden de cine, es decir, entre quienes entienden el cine
desde el análisis y la reflexión, y no tanto entre quienes lo entienden sólo
desde el entretenimiento.
Ese consenso deviene, pues, de la
naturaleza misma del cine, que en su aspecto narrativo/descriptivo obliga en su
ejecución a un adecuado uso de los dispositivos que pretenden comunicarse con
el espectador. Las normas y las reglas son en este sentido tan necesarias como
en sí mismas constitutivas de la creatividad del hecho cinematográfico. Porque
si el cine se caracteriza por algo, al menos en lo que a su relación con el
espectador se refiere, es por esa necesaria deslocalización que hace posible
que los espectadores se cuenten por cientos de miles -y no por puñados.
Espectadores que además pagan por su experiencia artística. Por ejemplo, un
cuadro que habita la casa de "su" coleccionista está "ahí"
para el uso y disfrute exclusivo de su propietario. Sin embargo, una película
está "por ahí" para uso y disfrute de un indefinido pero cuantioso
número de espectadores -que además pueden disfrutar simultáneamente. O sea, el
producto cinematográfico está hecho para ser consumido masivamente y eso es, paradójicamente,
lo que le confiere una dignidad incuestionable.
Crueldad y goce
Pero parece que ya nos hemos ido por las
ramas, así que volvamos al principio: El éxito de una película depende muchas
veces del boca a boca. Pero sabemos que el éxito no siempre va parejo con la
calidad, sobre todo cuando el éxito es claramente popular. Más bien puede
afirmarse que muchos de los éxitos de cada momento histórico se deben a las
coyunturas que los hacen posibles, muchas veces vinculados a las modas de ese
momento. Así entiendo yo el éxito deWhiplash. Entonces, ¿son los
posibles factores coyunturales -actuales- los que explicarían ese éxito? Yo
diría que sí, sin duda. Y ¿cuál sería después de todo esa coyuntura? Ésa sería
la cuestión, porque pienso que sólo la coyuntura es capaz de explicar el éxito
de una película efectista y preciosista, pero mala.
La película no es más que lo que una
sinopsis breve podría describir. Es decir, en ella "no sucede" nada
más que aquello que pudiera quedar descrito en una simple sinopsis: un
muchacho que quiere triunfar en el mundo del jazz se enfrenta a la dura y
peculiar metodología de un profesor. Pero, si apenas sucede poco más,
¿dónde podría situarse el éxito obtenido? Para contestar no podemos evitar el
spoiler. Es más, si hubiéramos querido ser más estrictos en la sinopsis ya nos
habríamos dado de bruces con la clave del éxito. Sería esta otra: un
muchacho que quiere triunfar en el mundo del jazz se enfrenta a la peculiar
metodología de un profesor indiscutiblemente cabronazo.
Sin duda es en esa extraordinaria dureza
del profesor donde se encontraría la explicación del éxito de la película y lo
que yo relaciono con una coyuntura, un profesor cuya dureza parece quedar
justificada ante el alto índice de éxito conseguido por los que son sus
alumnos. Así, estamos en condiciones de spoilear un poco más la trama: un
muchacho que quiere triunfar en el mundo del jazz se enfrenta a la peculiar
metodología de un profesor indiscutiblemente cabronazo, pero que es capaz de
echar una lagrimita en el momento adecuado (sic).
En una película donde poco más sucede
-aunque también: chico conoce chica; chico y chica viven su primer desencuentro
amoroso (?)- la clave del éxito sólo puede situarse en la relación del alumno
con el profesor. El alumno es un chaval bonachón, voluntarioso y trabajador y
el profesor no muestra ninguna compasión cuando de lo que se trata es de que
los alumnos aprendan. Y esto es, en definitiva, lo que ha cautivado al público.
¿Les suena? ¿No es esto lo que vemos en Tv todos los días? ¿No es cierto que
los programas/concurso de máxima audiencia se caracterizan, todos ellos, por la
dureza con la que son tratados los concursantes? Es decir, ¿no es cierto que
los índices de audiencia han ido subiendo en función de la dureza con la que
han ido siendo tratados los concursantes (ya sean dueños de hoteles, de restaurantes,
de negocios cutres, de aspirantes a cantantes, a chefs...)? Lo que ha quedado
claro a lo largo de los últimos años es que las desgracias de los concursantes
es, en los realities, garantía de éxito de audiencia. Así, dada la
poca chicha de Whiplash (más allá de una estética manierista
pero muy eficaz) no encuentro otra explicación a su éxito que ésta: a una
cantidad importante de espectadores les pone cachondos dos cosas que se
encuentran estrechamente conectadas, una, la crueldad que inflige alguien sobre
un "inferior" o un "necesitado" y dos, la desgracia de
quien la sufre.
Pero, ¿cuál sería la causa real del
disfrute ante tales circunstancias, que podríamos calificar de inhumanas?
La respuesta se encuentra en las mismas
características del sujeto del hoy, un sujeto forjado en las condiciones
impuestas por la Corrección Política. Un post no da lo da lo
suficiente como para clarificar lo que esta afirmación significa y conlleva (si
bien es cierto que este blog lo lleva haciendo desde hace 8 años),
pero en realidad ya casi nadie pone en duda que llevamos 35 años siendo
educados en un individualismo extremo. Y alguna de sus consecuencias es por
todos conocida: la de vivir en una sociedad que rechaza categóricamente todos
aquellos conceptos que supongan una carga supuestamente desestabilizadora en la
educación de lo pobrecitos infantes. Términos como disciplina, esfuerzo y
sacrificio se encuentran absolutamente anatemizados y despreciados por las
nuevas generaciones de padres desde hace varias generaciones. Términos que han
sido rechazados con conciencia individual, desde luego, pero también con la
complicidad proporcionada por la ideología buenista (esa que asocia los
conceptos de esfuerzo y sacrificio con fascismo). Y así nos ha ido.
Esquizofrenia
¿Entonces?, se preguntará más de uno. ¿Cómo
es posible que por una parte se rechace la exigencia de disciplina y sacrificio
cuando se trata del propio entorno, y por otra proporcione tanto goce cuando
éstas se exigen al otro con crueldad y falta de compasión?
La respuesta se encuentra en las mismas
características que ha implantado la Corrección Política. O mejor, emerge como
una consecuencia de la misma. Y podríamos definirla en torno a una carencia, la
de la voluntad. En efecto, es la voluntad lo que ha desaparecido del sujeto
crecido en el esquizofrénico mundo de la queja y el victimismo propiciado por
la Corrección Política. Una extraña laxitud y una cómoda dejación se ha
impuesto en el sujeto del hoy, que se ha dejado llevar por una práctica proteccionista
absolutamente inmadura por egoísta.
La cuestión es que el sujeto del hoy carece
de voluntad, pero no conformándose con algo ya de por sí negativo incrementa su
desgracia añadiendo a esa carencia un deseo que se expresa de forma perversa.
Ante su reconocida falta de voluntad los adultos no exigen un correctivo, sino
que se mantienen ante su derecho de no tenerla... pero ¡además gozan! ante el
espectáculo que humilla a quienes públicamente la reclaman. Y cuando digo
reconocida digo reconocida; ahí está para corroborarlo la emergencia de los personal
trainning,personal shopping, couchers y todo tipo
de personajes que son la extensión última de los ineficaces best
sellers de autoayuda que llevan leyéndose masivamente desde hace 30
años.
El problema, como ustedes habrán podido
deducir, es que cuando hablamos de voluntad sucede lo mismo que cuando
hablábamos de sacrificio o de disciplina: que la gente se espanta. Como si la
voluntad sólo pudiera ser la voluntad de El triunfo de la
voluntad (Leni Riefesnstahl). Hay que ser muy corto de miras para eso,
o muy ignorante... y muy pero que muy vago. Indecentemente vago. Irresponsable:
inmaduro.
Previsibilidad y compasión
Volvemos al cine, esta vez sobre una de
esas pocas películas que, en contra de lo que decíamos más arriba, no han
conseguido consenso en cuanto a su calidad se refiere. Una excepción, pues, que
ha llevado a generar opiniones muy contrapuestas entre los mismos profesionales
del análisis cinematográfico. Una excepción, una rareza en la historia de la
crítica: El árbol de la vida del controvertido Terrence
Malick.
La película trata del impacto que supone en
una familia la pérdida de un hijo cuando aún es un chaval, pero en contra de lo
que afirmábamos de Whiplash en ésta lo que sucede apenas tiene
que ver con eso, con la sinopsis, o lo hace tangencialmente, de forma
implícita. La película se encuentra plagada de escenas entre místicas y
metafísicas en las que muchos críticos se han perdido debido, entre otras
cosas, a su absoluta imprevisibilidad. No voy a entrar aquí en la pertinencia
de esas escenas ni en lo que ellas afectan a la película como conjunto, pero sí
voy a comentar una escena que me parece fundamental aún a pesar de su aparente
innecesariedad. Una escena de la que a nadie he oído decir nada, quizá porque
la han entendido de forma distinta a como yo lo he hecho.
En una película que trata problemas
estrictamente contemporáneos hay una escena de dinosaurios. Sí, de dinosaurios.
Puede pasar desapercibido lo que en ella realmente sucede, de hecho y con
independencia de lo que se piense de la película, se trata de una escena que
podría pasar por una incomprensible y caprichosa escena más de rollo new age.
Pero no, lo que en ella sucede alcanza un nivel metafórico de los más sutiles y
sensibles que haya podido experimentar yo en los últimos tiempos en el campo de
la estética. Para que el lector pueda comprobar hasta qué punto esa escena le
ha pasado o no desapercibida, o la ha entendido como metaforica y no como un
capricho místico, no tiene más que preguntarse qué es lo que sucede en esa
escena. A ver qué se contesta.
Tenemos que recordar que la escena nos
sitúa en el mundo agresivo y salvaje de nuestra prehistoria, un mundo habitado
por ese espíritu de supervivencia -la ley del más fuerte- que nos han mostrado
siempre los libros y documentales escritos por geólogos, arqueólogos,
historiadores y biólogos. Una escena de dinosaurios ¡en una película que trata
de la extraordinaria amargura que les produce a los padres la muerte de un
hijo! Aquí la escena: un dinosaurio débil y moribundo se tambalea sin fuerzas
hasta caer en la ribera de un río. Al momento llega otro más grande que con
gesto agresivo se acerca sigilosamente. Cuando llega a su altura y comprueba la
debilidad de su adversario coloca ferozmente una pata sobre su cabeza. Con
respiración agitada lo olisquea y observa un rato mientras, ya digo, inmoviliza
la cabeza de su víctima. Pero de repente algo sucede. ¿Qué? No lo sabemos con
exactitud, la cuestión es que el dinosaurio depredador decide dejar vivir al
dinosaurio malherido. Es decir, decide dejarlo morir con dignidad. O mejor aún:
emerge en él la compasión. Así: nace la compasión.
Como bien dice Shakespeare en
una de sus siempre contemporáneas obras, la compasión no se tiene, se
desprende.
Lo cierto
es que la película Holy Motors cuenta con todos los ingredientes para
gustar a los intelectuales, y quizá por eso ha sido situada por ellos como la
mejor película del año y una de las mejores de la última década. Afirmación que
sólo se hace cargo de una realidad cotejable; en efecto, a los críticos les ha
gustado mucho Holy Motors. De hecho, es quizás por eso por lo que todas
las críticas que se han producido en los medios especializados se parecen tanto
entre sí. Y no crean ustedes que los críticos de cine serios se ponen tan
fácilmente de acuerdo. Son pocas las películas que logran tanta unanimidad y
con los mismos argumentos. Pero cuando eso sucede se debe, casi con toda
seguridad, no tanto a la emergencia del lado cinéfilo que todo crítico lleva
dentro cuanto a la emergencia de su lado intelectual.
No se
trata de defender extemporáneamente el grado cero del “texto”, simplemente me
asaltan las dudas: ¿hubiera sido posible abordar la crítica de Holy Motors sin
que el autor cobrara tanta importancia? O dicho de otra manera: ¿acaso no era
posible ser eficaz en la crítica orillando un poco más al creador?
Quizá,
después de todo y dadas las circunstancias, haya sido imposible obviar algunas
de esas circunstancias para abordar la crítica: en verdad resulta difícil
ignorar los 13 años de inactividad del que aún (¿) se denomina y considera enfant
terrible del cine francés. A pesar de que tenga ya más de 50 años. Pero más
allá del cansino y cursi apelativo, también ha sido recurrente en todas las
críticas el repaso de los encuentros y desencuentros padecidos en el pasado por
el autor en base a su relación con el éxito. Ya no cursi, pero igual de cansino.
En
cualquier caso todos “saben” de lo que hablan cuando hablan de Holy Motors,
pero ¡también cuando hablan de Leos Carax!: todos los críticos aluden a la
reciente y traumática muerte de la mujer de Leos Carax, todos saben que el
mismo Carax es el personaje del hotel que rompe la pared, todos saben que la
niña que aparece detrás de la ventana es su hija, todos reconocen al Señor
Mierda porque –al parecer- han visto el capítulo que filmó para Tokio,
todos saben del guiño cinéfilo que supone la elección de la actriz que
representa a la conductora de la limousine, todos saben de la
significancia de la aparición de los viejos almacenes Samaritane, y todos saben
que cuando Lavant hace de padre (en una película en donde representa 11 papeles
distintos) lo hace disfrazado de Carax. Todo eso y más es lo que saben cuando
van a ver la película y eso es de lo que no han podido dejar de hablar cuando
después han tenido que opinar.
Es cierto
que resulta verdaderamente difícil salirse de todo ese magma de “datos” que sirven
para recalentar la opinión. Pero no estaría mal hacer un esfuerzo por librarse
de ellos, aunque sólo sea porque sabemos que no resulta necesario. Y aunque
después de todo no podamos realmente librarnos de ellos.
La
opinión de quien esto suscribe podría resumirse de la siguiente manera: Holy
Motors parte de una gran idea, tiene un extraordinario comienzo, su guión
está bien estructurado y desarrollado (salvo en alguna secuencia), y la
interpretación es impecable. Y a pesar de todo ello creo que se trata de una
película que ni alcanza las cotas que pretendía ni alcanza la excelencia que se
le atribuye. ¿Qué habría pasado entonces? ¿Cómo podría explicarse esa decepción
de la experiencia estética? Una respuesta que no por sencilla deja de ser
suficiente es que la película carece de alma. O si se quiere de gracia, que
sería lo mismo. Lo que no quiere decir que carezca de interés. Se trata sin
duda de una buena película a la que, bajo mi punto de vista, le falla lo
esencial del gran cine.
Holy
Motors es desde luego una película difícil en la medida en la
que las cosas que en ella suceden no son demasiado comprensibles con
independencia de su posible significado. O dicho de otra forma: es una película
difícil en la medida en que las cosas que en ella suceden carecen de sentido, o
al menos de su sentido más previsible o complaciente. Y éste es sin duda el
factor más interesante de la película; y también lo que a través del
tratamiento concreto de la estructura narrativa la convierte en una buena
película. Pero no tratándose de una película que pueda medir sus fuerzas con un
blockbuster, las debe medir en cualquier caso con algo. Y ese algo es lo
que podríamos denominar eficacia fílmica. Que vendría a ser la
capacidad sensible de conectar adecuadamente la idea con su propia
materialización. Y en este sentido Holy Motors promete más de lo que
ofrece debido a que su director no ha sido capaz más que de hacer una buena
película cuando contaba con uno de los mejores materiales de los posibles.
¿Por qué
resulta de alguna forma fallida? Pues precisamente por no haber sabido adecuar
el fantástico contenido a una forma sensible superior. O por decirlo de
forma rápida: porque las claves de una película onírica –fantástica- no pueden
ser claves intelectuales y porque a Carax le ha faltado genialidad. Parece como
si todas las escenas y secuencias tuvieran la explicación concreta que se
encuentra en posesión del director que las animó; como si todo, en definitiva,
tuviera la explicación que el director se hubiera trabajado en la elaboración
del guión. Y quizá por ello esa extenuante necesidad de la crítica por recurrir
al autor para encontrar/ofrecer explicaciones.
Se habla
de película abierta, pero en realidad se trata de una película sumamente
cerrada en la medida en que su autor conoce perfectamente sus intenciones (y
con independencia de que después el espectador sea capaz de ver más allá de lo
ofertado por el yo/autor). Ciertamente la experiencia estética del espectador
se encuentra al margen de esas intenciones, pero por eso mismo resulta
interesante medir sus logros al margen de la autoría, y en este sentido la
película se muestra débil si eliminamos esa figura que ha basado la eficacia
del film en su omnipresencia.
Mi
experiencia estética no ha podido liberarse de la figura de un autor que sabía
lo que hacía, y eso la ha debilitado en la medida en que nada dejaba realmente
abierto. Todo lo contrario de lo que sucede en los films de David Lynch, que
muchas veces se iban construyendo a base de escenas que ni el mismo Lynch
entendía (como él mismo está cansado de explicar). Ese no entender que nada
tiene que ver con el no saber. Cuando Lynch genera una narración ininteligible
por onírica sabe que algo pasa aunque no sea capaz de entenderlo. Y en ese no
entender lo que sucede –tan alejado del saber que todo tiene una explicación
concreta- es donde Lynch se ha mostrado como el genio indiscutible que es. Este
es el punto de vista que en cada secuencia me evidencia la falta de gracia de
Carax en tanto que director y guionista. Hay una evidente falta de adecuación
al género que no ha sabido suplir con genialidad alguna. Sí lo ha hecho con
eficacia narrativa y con conocimiento del medio, pero sin genialidad.
Como bien
sabemos, muchas veces la grandeza de una película se encuentra en aquello que
escapa a las intenciones del autor, y de ahí que la crítica haya jugado siempre
un papel tan importante. El hecho de que todas las críticas hayan hecho
interpretaciones tan parecidas y previsibles no dice precisamente mucho de la
película en cuanto al valor por el que se la ensalza, el de la multiplicidad de
lecturas posibles. Las que sin duda ofrece cualquier película onírica, pero las
que también pueden ser bloqueadas por un exceso de intelectualidad. En
definitiva: Holy Motors, una buena película.
Coda.
Bajo mi punto de vista, la secuencia del Señor Mierda es sin duda un lastre
para el visionado del resto de la película que ya no te abandona hasta el
final. Una secuencia absolutamente prescindible si nos atenemos –sólo- a la
forma en la que ha sido abordada. La referencia de La Bella y la Bestia
no resulta suficiente. Ni las referencias ni los guiños son nunca suficientes,
como tampoco los es la búsqueda de complicidades pandilleras.
LIKE SOMEONE IN LOVE (Abbas Kiarostami)
1.Siempre se trata de algo personal
Suele ser habitual que en lo cotidiano se hable, más
allá del tema de las preferencias, de la cuestión de los favoritos. Así, cuando
dos o más interlocutores hablan de literatura o de arte o de cine, siempre
surge la cuestión que demanda por los favoritos. Hay, por otra parte, una
innegable afición a las listas, esas listas a las que no quieren renunciar ni
siquiera los expertos cuando un medio de comunicación les pregunta acerca de
las mejores novelas de último año.
Las listas no son más que la necesidad de jerarquizar
lo sentimientos a través de una opinión. Y toda opinión es tan perentoria como
coyuntural. Entre otras cosas porque las opiniones, como las listas, dependen,
y mucho, ya no sólo de la edad que poseemos (directamente relacionada con la
experiencia acumulada) sino de algo mucho más evanescente, nuestro estado de
ánimo en curso. Así, mi primer director de cine favorito fue Fellini, algo que
muy probablemente tuvo que ver con el momento histórico de sus más importantes
películas y con el mío personal, mi adolescencia. Después fue Monte Hellman,
supongo que como rechazo hacia las majors que se nos imponían en la
cartelera cuando yo vivía mi juventud a finales de los setenta. A partir de ahí
sólo cabría decir que mis favoritos han ido variando en función de misteriosas
causas: Escorsese, Antonioni, Lindsey Anderson, Tarkovsky, Tran Anh Hung, etc.
Y hablo de favoritos en cuanto a la totalidad de la obra, ya que otra cosa
sería hablar de películas aisladas; me pueden gustar mucho La hora del lobo,
El silencio, Fresas salvajes, El séptimo sello y otras, y sin
embargo detestar Secretos de un matrimonio, La carcoma y algunas que
otra del mismo Bergman. Rohmer nunca ha sido santo de mi devoción, sin embargo
adoro La inglesa y el duque, quizá debido a su rareza en la filmografía
del francés (que por otra parte ha escrito uno de los libros sobre música más
bellos que yo haya podido leer). Coppola es desconcertante debido a una
irregularidad que le sitúa entre límites. Woody Allen tiene “sólo” 4 o 5 películas.
Von trier es un genio pero resulta demasiado denso y desasosegante para mí.
Etc, etc.
Así, la lista que podría hacer hoy de mis directores
favoritos podría ser levemente distinta a la que podría hacer el año que viene.
Y otro tanto pasaría respecto a las películas favoritas. En cualquier caso si
ahora se me preguntara cuál es mi director (vivo) favorito contestaría sin
dudar: Kiarostami.
2.La película
Quienes amamos la obra de Kiarostami podemos
distinguir un punto de inflexión cuando hace 3 años realizó Copia
certificada. Sabemos que si hay algún director de cine en el mundo que no
se sienta constreñido por su propio estilo ese es Kiarostami, vivo ejemplo de
la práctica de la libertad creativa. Así que ese punto de inflexión sólo podría
entenderse desde el punto de vista geográfico, es decir, desde el punto de
vista que sitúa sus producciones fuera de su país Irán. Por lo demás Kiarostami
es tan previsible en su genialidad como imprevisible en la elección de sus
historias.
Y es aquí donde las diferencias generadas por ese
punto de inflexión resultan desconcertantes. Copia certificada ya nos
dejaba a sus seguidores fuera de juego. Y no tanto debido a ese impresionante
giro que se producía en el guión a mitad película cuanto al hecho de que los
personajes nos fueran mucho más cercanos de lo que nos son los iraníes (en este
caso, actor inglés, actriz francesa y localización italiana). Algo que
trastocaba radicalmente las previsiones estéticas que teníamos en tanto que
espectadores fieles de Kiarostami. O por decirlo claramente, resulta
comprensible que Kiarostami gustara, entre otras cosas, porque su mirada, que
es puro pensamiento, se atuviera a las circunstancias de su pueblo y a su
historia reciente. Así que Copia certificada fue todo un atrevimiento y
toda una apuesta. Y en esas circunstancias triunfó el creativo e inteligente
uso de la libertad. Algo que ha vuelto a suceder en su último film, Like
someone in love.
Como todas sus películas, esta producción japonesa
realizada íntegramente en Japón y con actores japoneses, es una película cuya
trama sucede sin prisas. Podría incluso decirse que se trata de una película
sin apenas trama. La eficacia narrativa de Kiarostami consiste en el uso personal
de los tempos que hace de los planos y los contraplanos, un uso que al
espectador le sirve para indagar en las mentes de los protagonistas. Una
indagación que se expande a cuestiones ajenas a una historia desvaída, como
decíamos. Porque en las películas de Kiarostami, la trama está en la forma; la
forma es la trama. Una forma que es puro pensamiento visual. No se trata ni de
la de lentitud ni de la parsimonia típica de ciertos directores comprometidos y
cansinos, sino de entender la narración a partir de un continuado uso
metafórico de los tempos y de entender de forma filosófica la ubicación de la
cámara.
En
cualquier caso, y después de todo lo dicho, me atrevería a decir que en estas
dos películas falta algo; algo que sería difícil señalar en tanto que carencia.
No sé cuáles son los sentimientos personales de Kiarostami hacia su pueblo,
pero cuando sus narraciones se han salido de él ha hecho un cine que ha
necesitado refugiarse en ambiciones más pretenciosas, saliéndose por tanto y a
su vez del mero fluir que caracterizaba sus geniales films iraníes. Así, bajo
mi punto de vista, Copia certificada adolecía de un cierto exceso de
intelectualidad críptica y Like someone in love de un cierto forzado
lirismo. De todas formas, cualquier película de Kiarostami ofrecerá una
experiencia estética de disfrute inigualable. Algo que probablemente se deba al
inteligente y creativo uso que hace de la libertad en un mundo, el
cinematográfico, donde ya casi nadie es libre.
LOS LÍMITES DEL CONTROL (JIM JARMUSCH)
Nadie debería negar la importancia de los límites en las estructuras que gobiernan las sociedades humanas. Los límites son un signo civilizatorio. Sin ellos volveríamos a neandertal. Y nadie negará que el control es, en tanto que forma de actuación, una aspiración. Nadie quiere estar descontrolado porque todo descontrol supone una pérdida respecto a la voluntad y al deseo, ejes regidores del sujeto. Pero el control, como cualquier otra cosa, requiere límites. En ambos sentidos, a la alta y a la baja. En este sentido podría decirse que es necesario controlar los límites. O ponerse límites de control. Pero, ¿tiene todo esto algo que ver con la película? Es posible, pero no lo sé.
Los límites del control es una película que habita en los mismos límites, pero esta vez a partir de las variaciones. Si algo ha demostrado Jarmusch a lo largo de su carrera cinematográfica es su extraordinario sentido musical de la narración. Las variaciones narrativas son, en este sentido, puras formas visuales que poco a poco va situando al espectador en la mente del protagonista, un negro elegantemente vestido que deambula encontrándose personajes que le pasan información de forma críptica con un fin incierto. Jarmusch sería, en lo que se refiera al cine fundamentado en las variaciones, el equivalente americano de Kiarostami, con todas las diferencias que los separan. Ambos son directores que, más que preocuparse por la naturalidad y el verismo, se preocupan por el pensamiento visual, es decir, por la imaginación al servicio del conocimiento.
En Los límites del control nada tiene una explicación previsible. El protagonista se come literalmente la información (proporcionada en un papelito), siempre e invariablemente con dos cafés expresos. Algo propio de uno de los personajes más lacónicos que os ha dado la historia del cine (quizá su diálogo de toda la película no exceda de un folio). Su misión se encuentra vinculada, precisamente, a escuchar, a saber escuchar y a interpretar lo que la incontinencia verbal de otros pueda significar. A escuchar y a observar. Una vez asimilada, ¡y digerida! la información se dedica a deambular por los lugares del encuentro para observar atentamente todo aquello que pudiera servirle en el devenir que le espera. Y que en ocasiones da lugar a experiencias estéticas tan bellas como perfectamente desinteresadas.
En efecto, el enigmático y elegante protagonista es un observador compulsivo, ya sea por suspicacia preventiva, ya sea por ansia de conocimiento. Se trata para él de la única posibilidad de conseguir que después todo cuadre, y por supuesto de conseguir su objetivo, que como veremos al final es puramente mental. La historia tiene, por supuesto, un sentido último, pero sólo al protagonista le es dado conocerlo. Los límites del control es, por eso, una película que sucede en la mente del protagonista, como sucediera también en esas otras grandes películas Shutter Island (EScorsese) y Cosmópolis (Cronenberg). En Los límites... todo sucede de forma misteriosa, pero no tanto porque los hechos sean raros cuanto porque suceden sin explicaciones explícitas. Pero sobre todo porque los hechos suceden al "otro", un sujeto del que en verdad nada sabemos. De esa forma, es como si los personajes secundarios pertenecieran a oras películas y se hubieran equivocado de set de rodaje. O como si pertenecieran a otras películas cuyas respectivas tramas fueran el complemento perfecto para un personaje que necesita ser dirigido para saber cual debe ser su siguiente paso atendiendo a su objetivo. De hecho todos hablan con él sin esperar nada de la conversación, Incluso algunos le hablan en un idioma que saben que el protagonista no entiende.
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